Al tercer día descubrí que las luces que atravesaban la ventana no eran producto de un fenómeno natural ordinario. Es cierto que los rayos solares generan una cantidad casi infinita de espectros visuales distintos, cuando se cruzan con una superficie que los refleje, pero aquellos delicados hilos de deslumbrantes colores no se parecían a nada que hubiera visto antes.
Cada mañana, al salir el sol, traspasaban el cristal con una fuerza casi violenta. Subiendo, bajando y cruzándose entre sí, se apoderaban de la habitación creando una especie de telaraña gigante. Luego, al caer la tarde, en lugar de esfumarse al unísono con la despedida del sol, comenzaban a desvanecerse uno por uno, lentamente, hasta que, casi al anochecer, un solo hilo de luz permanecía inmóvil, como esperando a que mis ojos se toparan con su resplandor, para marcharse luego de un cortés adiós.
Transcurrieron así varias semanas, quizás un par de meses, durante los cuales diariamente aguardaba la llegada de nuevos colores, cada vez más intensos y hermosos; tonos que nunca habían sido vistos sobre ningún arcoíris y que jamás hubieran podido ser imaginados por ningún ser humano. Me habitué tanto a la presencia de la luz, que con el tiempo comencé a creer que cuando la tristeza me invadía, los tonos se presentaban fríos y pálidos, barnizando la habitación con una tenue aura azul. Pero cuando mis días eran más alegres, todo el lugar resplandecía con un vívido color tan dulce como el almíbar.
Aprendí a convivir armoniosamente con esas pequeñas gotitas de magia inexplicable que me obsequiaba el destino, hasta que cierto día, como todo en la vida, su ausencia fue inevitable. Durante algunos días esperé con paciencia, sujetando la ilusión de que no se tratara de algo permanente, pero al poco tiempo desistí, cuando comprendí que mis adoradas luces desaparecieron al mismo instante en que dejaron de llegar tus cartas.
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